MI ULTIMO AMANECER

“Basado en un hecho real”

            -¡Maldita habitación de hospital!, hay que ver lo mucho que odio los malditos hospitales. ¿Quien me iba a decir que acabaría pasando las últimas horas de mi vida entre las angostas paredes de esta habitación de hospital?-

            Siempre pensé que acabaría sucumbiendo a los encantos de alguna de mis montañas.  Una avalancha, perdido en medio de una ventisca o que se yo. Imagino que eso pensaba mi padre cuando en innumerables ocasiones, intentaba convencerme de que cambiase de afición. Cosa que jamás consiguió, pese a que fue él quien me mostró tan fascinante mundo. Viéndolo desde este punto de vista, jamás habría apostado a que llegaría hasta los 97 años. Una vida exprimida al cien por cien. Cientos de viajes, experiencias, aventuras y osadías que durante años pude vivir. Mis hijos y nietos que ayer tuve la suerte de poder ver y que con una sola mirada, hacen que me enorgullezca del camino que he recorrido durante mi vida. La verdad es que no debería de quejarme, pese a que  la vida me enseño a no conformarme con lo mejor.

Algo en mi interior me dice que se aproxima mi final, que esta será mi última noche, auque no temo a la muerte, por que se que yo ya no estaré aquí cuando ella llegue.

La noche está fría y oscura. Tan solo me gustaría poder sentir por última vez el calor de un último amanecer, uno de los regalos más grandes que la vida me pudo dar. Como aquel amanecer tan increíble y  especial que pude vivir ascendiendo al techo de África, el Kilimanjaro, mi querido Uhuru peak.

Pese a los años que hace de aquel día, aun recuerdo en mi mente cada uno de los detalles como si de ayer se tratase.

            Hacia mucho frió, pero la noche estaba tranquila, sumida en un silencio mayor de lo que habitualmente acostumbramos a sentir en las montañas. Apenas se escuchaba el susurro del viento que, cordialmente sacudía entre caricias, la tela de nuestra tienda.

Esa noche apenas pegué ojo. Mi mente intrigada, no paraba de dar vueltas y más vueltas sobre lo que  nos esperaba al otro lado de la cremallera de la tienda.

Apenas a unos centímetros a mi derecha se hallaba Juan, compañero insustituible de cientos de aventuras y expediciones. Él, como de costumbre, yacía inmerso en un profundo sueño perturbado por aquellos ruidosos ronquidos ocasionados por la falta de oxigeno.

De repente, el sonido de una cremallera rompió el silencio de la noche. Acto seguido escuche:

            –Hello, Amigo.

            Se trataba de Alex, nuestro guía nativo que,  desde su tienda, intentaba despertarnos en mitad de la noche. Abrí un ojo tan solo lo justo como para poder ver la hora en mi reloj. Eran las dos de la madrugada, se habían acabado las preguntas e intrigas, ahora tocaba ir en busca de esas respuestas. Saqué mi entumecido cuerpo del saco y di un codazo al bulto sonoro que tenia a mi derecha.

            – Juan, ya es la hora, ¡vamos!

            Por fin los ronquidos desaparecieron, pero para mi desgracia, ya era demasiado tarde. A duras penas, con el poco espacio con el que contábamos, conseguimos salir del saco,  vestirnos y calzarnos. Para cuando abrimos la cremallera de nuestra tienda, Alex ya se encontraba esperando erguido tras la puerta. Firme como una esfinge, allí se encontraba “Twinga” (jirafa), que era como sus amigos le llamaban. Dado lo alto y delgado que era. Nos preguntó, en un castellano difícil de entender:

             -Hola Amigo, ¿como estas?

              Realmente no recuerdo si le respondimos en ingles, castellano o el poco Swahili que habíamos aprendido durante nuestros días en Tanzania.

En sus manos traía un par de tazas de té que no tardó en ofrecernos. Luego cogió la suya. Tiritando, bebimos sin apenas cruzar palabras. La noche estaba cubierta por un imponente manto de estrellas que se expandía sobre nuestras cabezas. Las miradas recorrían el cielo de arriba abajo intentando descifrar las constelaciones que se abrían paso ante nuestro asombro. Durante varios segundos, nuestros rostros permanecieron firmes mirando al cielo, deteniéndonos tan solo para, de vez en cuando, dar un pequeño sorbo de aquel humeante té.

La falta de apetito generado por la altitud, hizo que con aquella mísera taza, nos sitiáramos saciados.

Cuando Alex vio que habíamos finalizado nuestras bebidas, cogió las tazas y las depositó bajo el ábside de la tienda, luego se giró y a la vez que se incorporaba dijo:

            – ¡Vamos amigo!

            Juan y yo nos miramos y inquietantemente nos dimos palabras de ánimo.

Con este, hacíamos el quinto día subiendo por las laderas del kilimanjaro. Nos hallábamos en Barafu Camp, el último campamento de la ruta Machame situado a 4600m. Se trataba del último día de ascenso, el día de ataque final a la cumbre.

Cada uno de nosotros concienciado con su compromiso personal,  cogimos nuestra mochila, nos la echamos la espalda, agarramos nuestros bastones y comenzamos a caminar.

Bordeamos nuestra tienda y paso a paso la fuimos dejando atrás, en la soledad de la oscura noche. Nuestras piernas, yertas por el frió, fueron poco a poco calentándose y a su vez ganándole terreno a la montaña.

El campamento Barafu, se hallaba en un emplazamiento rodeado de grandes piedras que hacían que éste, estuviese protegido contra la fuerza del viento. De la efectividad de estas grandes piedras, nos dimos cuenta cuando salimos del circo pedregoso que rodeaba el campamento. Pronto la sensación térmica descendió hasta el punto, de tener que pararnos a cubrirnos con una capa más de ropa. La noche estaba clara y tranquila, sin embargo, el frío comenzaba a hacer más dura la ascensión. Pronto la sensación térmica cayó hasta cerca de los 20º bajo cero. Para entonces, ya era prácticamente imposible reconocer nuestro rostro a través de la ropa. Me bajé  el gorro hasta el punto de casi darlo de sí. Y el pañuelo del cuello, lo subí prácticamente hasta donde llegaba el gorro, apenas dejando el espacio justo para que, nuestros ojos entreabiertos pudieran ver.

La altitud hacia que cada vez hubiera que hacer mayor esfuerzo por llenar los pulmones.  Al expirar, notaba como el vaho se solidificaba escarchando los hilos sueltos de aquel viejo pañuelo que cubría mi boca, formando a su vez, una costrosa capa de hielo que se derretía al inspirar de nuevo.

Con el cuerpo corvado y cabizbajo, fuimos caminando por terreno sencillo. Sin embargo, aquel apacible sendero, terminó dando paso a fuertes pendientes que discurrían entre enormes placas de  piedra. El grado de inclinación, hacia que estos tramos se tuvieran que subir realizando amplias zetas.

Llegado a este punto no tuve más remedio que hacer una breve pausa para asimilar el nuevo reto y hacerme a la idea del largo y duro trabajo que me esperaba en adelante. Mientras intentaba recuperar el aliento e intentar que el corazón retomase unas pulsaciones normales, me di la vuelta para intentar disfrutar del paisaje. Apenas llevábamos dos horas y la oscuridad estaba tan presente como desde la salida de nuestra tienda.  Pude diferenciar las linternas frontales de varias personas que intentaban seguir nuestros pasos. Más al fondo, se intuían las luces del campamento Barafu. Varias tiendas permanecían encendidas iluminadas por los diferentes colores de sus telas.  Mucho más al fondo, en el valle, podía verse las tenues luces de la ciudad de Mossi. El resto del paisaje era oscuridad. Imposible distinguir algo más que no fuese lo que nuestras linternas iluminasen, en lo que era un escueto campo de visión.

 No solo no había tiempo para disfrutar de aquella oscuridad. El frió se encargaba de recordarnos que, quedarse parado, es un error. Así que, sin más, con un movimiento seco de espalda, me ajusté la mochila y alumbré a donde se dirigirían mis próximos pasos.

El camino acababa de sufrir un cambio radical. Las llanuras de ligera pendiente, habían pasado a formar parte de la historia. Las nuevas pendientes, mucho más empinadas, hacían que a cada diez pasos hubiera que pararse a recuperar el aliento.

Alex recuperó la primera posición, a pocos metros de él, le seguía Juan y algo más separado estaba  yo. El silencio de la noche, se veía alterado tan solo por el rítmico sonido de nuestros pasos y el sonido de nuestros bastones golpeando aquellas placas de piedra. Primero un bastón, luego el otro, un pie y después el otro. Así, Paso a paso, metro a metro, fuimos lentamente ganándole terreno a la montaña. Sin embargo, las distancias, parecía que no se estuviesen acortando. Subíamos rectos hasta una curva donde, cambiábamos de dirección y emprendíamos camino por una nueva recta hasta llegar a la siguiente curva y así sucesivamente, una y otra vez.

 Las paradas cada vez se iban haciendo más frecuentemente y estas, cada vez duraban más. La temperatura, seguía  empeñada en continuar con su  continuo descenso y nuestros cuerpos, cada vez más encorvados, intentaban aguantar aquel intenso frió que cada vez nos iba destruyendo más y más.

Por aquel entonces, andábamos muy por encima de los 5000m y la altitud comenzaba a pasarnos factura. Ya apenas era capaz de dar cinco pasos sin tener que parar a intentar recuperar un aliento, que no conseguía sacar adelante. Nuestra agua se había congelado, anulando por completo la posibilidad de hidratarnos. Nos cruzamos con un par de grupos, que frustrados, descendían rendidos ante el poderoso enemigo de la altitud. Aproveché una de las paradas para mirar nuevamente el camino recorrido. Ya no era capaz de ver el campamento, ni siquiera pude ver las luces que nos seguían.  Esta vez ya no teníamos nadie que nos siguiese. Todos los grupos habían decidido dar la vuelta, dejándonos la ruta Machame, única y exclusivamente para nosotros.

Fue entonces, cuando tuve que fondear en lo más profundo de mi mente, para intentar encontrar motivaciones que me ayudasen a seguir hacia delante. Pensé en mi familia, mis amigos, compañeros de trabajo y conocidos de la vida cotidiana. En toda aquella persona que me había dado palabras de animo cuando supo de mi viaje a Tanzania. Pero de poco sirvió. Intente acordarme de esas canciones, que al escucharlas, hacen que el corazón lata con más fuerza y te ascienden a un estado de euforia. Pero tampoco dio resultado.

Mi ascensión comenzó a realizarse totalmente en solitario. Imagino que al igual que Alex y Juan, cada uno de nosotros íbamos sumidos en nuestra propia lucha interna. Ya no sabía si era yo el que iba primero o el último. No podía levantar la mirada del suelo. Miraba como apoyaban la punta de mis bastones sobre el suelo y luego intentaba repetir aquel mismo logro con mis pies. Estaba obsesionado con aquel absurdo juego mientras intentaba expulsar de mi mente, la idea de una posible retirada. Mi campo de visión se había limitado a los cuatro metros, que frente a mi, iluminada mi linterna frontal.

Estaba claro que en esa situación no iba a aguantar mucho. Pensé en lo mucho que me arrepentiría si tuviese que darme la vuelta en ese punto, después de tantos años soñando con estar ahí. Empezaba a ser consciente de que no iba a poder llegar hasta la cima.

 Para ello primero tendía que llegar hasta la base del cráter y después rodearlo durante más de una hora hasta la misma cima.  Ante mi desesperación, para intentar darme ánimo, me repetí una y otra vez:

            – Tan solo hasta la base del cráter, tienes que llegar hasta poder ver el cráter.    Pero, aquel camino no terminada nunca, llevábamos ya cinco horas y nuestro ritmo eran tan lento, que parecía que mis botas fuesen cubiertas de plomo. 

Dudaba mucho de poder llegas hasta el cráter, que estimaba a una larga distancia de nuestra situación. En repetidas ocasiones me detenía y bajaba el cuerpo hasta apoyar los hombros sobre las agarraderas de los bastones, que a su vez, se hallaban clavados en el suelo. En esta postura  permanecía varios segundos intentando recuperar el aliento. Cuando encontraba un mínimo alivio, daba cinco pasos más y repetía la misma acción.

En ese duro momento, decidí tomar la peor y más dura de las decisiones de un montañero. Levanté la vista intentando encontrar a mis compañeros y fue entonces cuando pude ver que  paralelo a mí, se encontraba el glaciar  cimero que emerge desde esta. Llevaba tanto tiempo centrado en mirar al suelo, que no solo no había visto el glaciar que discurría paralelo a mi izquierda, sino que estaba bastante por encima de su posición. Me chocó el poderlo ver a unos 100 metros de mi. Mi campo de visión en la noche,  jamás había sido tan amplio. Fue entonces cuando, lentamente, a duras penas, giré mi cuerpo y haciendo un gran esfuerzo, miré hacia atrás. Mi cerebro no era capaz de asimilar lo que mis ojos le trasmitían. Algunos rayos de sol estaban comenzando a asomarse en la inmensidad del horizonte, dando con así, un impresionante juego de luces y colores que, lentamente le iban ganado terreno a la oscura noche. El imponente pico Mawenzi, poco más bajo que la cima del Kilimanjaro, emergía erguido frente a nosotros e intentaba quitarle protagonismo al amanecer. El paisaje era increíblemente precioso. Como espectador de tan bello espectáculo, no podía apartar la mirada de aquel amanecer que, a cada segundo, nos iba cautivando con más y más luz. La temperatura fue aumentando, hasta el punto que mi cuerpo no necesito seguir encorvado. Decidí bajarme el pañuelo, el vaho ya no hacia escarcha sobre la tela.  Eché mi gorro para atrás para poder abrir los ojos al máximo y no perder detalle, de aquel regalo que la naturaleza me estaba prestando. En varias ocasiones había leído, que los amaneceres cercanos al ecuador, y más en concreto en África, son los más bellos del mundo y sin duda estaba ratificando aquel fenómeno. El  sol atravesaba en horizonte  a una vertiginosa velocidad, formando un mágico juego de luces que iban cambiando a cada segundo.

 Noté como un nudo comenzaba a formarse en mi garganta, me estaba emocionando como nunca antes me había pasado. Por un instante sentí la necesitad de compartir tan bello momento y giré mi cabeza intentando encontrar a mi amigo Juan. De lo que no me había percatado, es que le tenía a apenas cuatro metros de mí, experimentando exactamente lo mismo que yo, disfrutando del mismo espectáculo. Sus ojos estaban rojizos en una lucha interna por controlar la emoción. No hubo nada que decirse, solo con verle la cara, supe lo que estaba sintiendo. Nuestras mentes, nuestros cuerpos, nuestros sentimientos, en todo coincidíamos.

Mientras le miraba, intenté ampliar mi campo de visión más allá de donde él se encontraba. A poco menos de cien metros por detrás de él, se intuía como el terreno hacia una curvatura que le hacia perder la pendiente. Intenté agudizar aun más la vista y fue entonces cuando me di cuenta de que ya no tendría que luchar más por intentar llegar hasta el cráter, por que ya me encontraba en el borde de este. Entonces le dije entre sollozos:

            – Juan, ya estamos en el cráter.

             El giró la vista entre lágrimas y ante la imposibilidad de seguir reprimiendo su emoción, rompió a llorar. Mis lágrimas no pudieron aguantar más y no tardaron en caer por mis mejillas.

Di un paso más y otro. Mi cuerpo parecía otro, no solo había conseguido encontrar la motivación que necesitaba para continuar, sino que había conseguido llegar al cráter.

 La temperatura continúo subiendo al mismo tiempo que el sol, que ya se le conseguía ver tras la sombra del pico Mawenzi.

Juan me miró y me dijo:

            -¡Se me están saltando las lágrimas!

            Pero no le pude contestar, para entonces ya estaba llorando como un niño.

Alex que subía tras nosotros, comenzó a gritar. Ignorábamos por completo que significaban aquellas palabras, pero le acompañamos en su eufórico griterío.

El sol continúo saliendo y nosotros continuamos andando. Nuestro caminar, curiosamente era alegre y ligero, los problemas respiratorios, el cansancio, todo había desaparecido, como por arte de magia.

Con ligereza y cierta velocidad, fuimos rodeando el cráter entre los glaciares que, el sol se empeñaba en vestirlos de diferentes tonos anaranjados. El color del hielo iba cambiando conforme el sol se separaba del horizonte.

Aquel día conocimos la magia de las montañas. Esta consiguió que  Juan, “Twinga” yo llegásemos hasta la misma cima del techo más alto de África, el Kilimanjaro

La hora que nos distaba hasta la misma cima, la recorrimos entre lágrimas de emoción. Estábamos tan felices por estar ahí en ese momento que como dijo Juan:

            – Las palabras realmente sobran para poder expresar lo que siento.

A lo que yo le respondí:

             -Estas son las cosas por las que realimente, merece la pena vivir. Para cuando el sol cubrió la totalidad de la habitación del hospital, mis lágrimas caían de nuevo por mis mejillas. Entonces supe que el momento ya había llegado, ya no hacia frió, no había nada a lo que temer, estaba feliz, en paz y preparado. Me incorporé sobre el cabecero de la cama y me quedé mirando sol. Aquel bello amanecer, un regalo diario de la naturaleza que no siempre nos paramos para poderlo apreciar……………

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