Kuffner, en el filo entre dos fronteras.

Relato corto seleccionado en el Festival Literario Cuentamontes 2015.

Corrían finales de los años 90 y para mi, estar en el valle era todo un sueño hecho realidad. Por las calles empedradas de Chamonix, se hacía latente el ambiente alpinístico. Pasear por sus calzadas bajo la atenta mirada del majestuoso Mont Blanc nos trasladaba irremediablemente hacia el pasado, no parábamos de reflexionar e imaginar como pudieron realizar estos mismos paseos sin destino las grandes figuras del alpinismo como Bonatti, Rebuffat, Messner y otros muchos.

Por aquel entonces nos sentíamos como cualquier adolescente: jóvenes, rebeldes y con ganas de comernos el mundo con cada suspiro y en aquella ocasión habíamos decidido dar nuestro primer gran paso en el mundo del alpinismo, dejar de lado las montañas que tanto nos habían enseñado y comenzar con nuestra graduación alpina.

Javi, conocido entre todos los amigos como “Viking” se había convertido en mi compañero de cordada para esta ocasión. Sus frondosas barbas, su corpulencia y el rudo aspecto de su rostro pese a su juventud, le habían hecho ganarse ese apodo vikingo.

Durante los múltiples paseos a la «mansión de la montaña» en busca del parte meteorológico, no parábamos de hablar de los innumerables proyectos que teníamos en nuestra inquietas mentes. Nuestras ambiciones eran tan grandiosas como las montañas que nos rodeaban y de no haber sido por nuestras limitaciones económicas, toda una temporada se nos habría quedado corta para poder escalar todo lo que ambicionábamos.

En España ya habíamos realizado algunas escaladas que considerábamos destacables y quizás por eso y en parte también por nuestra falta de experiencia en altura, pensábamos que tan sólo una mala climatología sería lo único que podría frenar nuestros logros y que si el tiempo nos respetaba, sacaríamos el mayor partido a esas dos semanas y regresaríamos a España con los bolsillos llenos de triunfos y glorias.

Yo tenía la ambición personal de querer coronar la cumbre del prestigioso Mont Blanc, sin embargo Javi se negaba en rotundo escalar siguiendo una interminable línea de frontales para llegar a hasta la cima. Aquello no era merecedor del honor ni el reconocimiento que nuestros ídolos del pasado se habían ganado a través de sus gestas.

Después de varias deliberaciones al respecto, conseguimos llegar a un acuerdo mutuo, intentaríamos ascender hasta la cima del Mont Blanc con la única condición de hacerlo descartando cualquiera de sus masificadas rutas normales. Por aquel entonces Javi era quizás más purista que yo, pero el trato nos pareció justo y que en parte se ajustaba un poco a la idea de ambos.

Después de días deliberando, ambos coincidimos en intentar llegar hasta la cima del Mont Blanc por la Arista Kuffner. Una ruta técnica y apenas transitada que a través de una vertiginosa y aérea arista de nieve y hielo ascendía hasta la cima del Mount Maudit, para una vez allí, continuar por los últimos repechos de la ruta de los cuatromiles hasta la cima del Mount Blanc.

Nos informamos sobre el estado de la misma y aprovechando los días de buen tiempo comenzamos nuestro plan de aclimatación en la zona, sabíamos que aquella ruta iba a ser bastante exigente, pero nuestra motivación andaba por todo lo alto y estuvimos realizando varias ascensiones exigentes por la zona a modo de entrenamiento hasta que llego el día acordado.

Aquella mañana nos levantamos más temprano que de costumbre, apenas habíamos pegado ojo en toda la noche como fruto de los nervios que entrañan el enfrentarnos a esta primera gran ascensión.

Con mis dieciocho años recién cumplidos y desde los catorce años escalando, en mi mente solo existía la idea de escalar el mayor numero de montañas posible. Con esa ilusión me equipé con todo lo necesario y nos dirigimos al teleférico de la Aguille du Midi. En el telecabina, la gente nos miraba extrañada y nosotros nos sentíamos como héroes con una hazaña en nuestras mentes pendiente de realizar.

Cuando llegamos desembarcamos y recorrimos aquellos oscuros túneles esculpidos en la roca acompañados por el eco que hacia el material que colgaba de nuestros arneses. Con ese suspensivo sonido llegamos a la  terraza  de nieve donde una pequeña puertecilla metálica abría el camino de paso hasta el Valle Blanco. Los turistas se agolpaban haciendo fotos a los alpinistas que allí se encontraban encordándose para dar el gran paso.

Sin más dilación nos pusimos los crampones, sacamos la cuerda y nos encordamos. Poco después el intrigante chirrido metálico de aquella puertecilla marcó el comienzo de la función y como si de funambulistas se tratara, comenzamos a descender por aquella afilada arista.

Aquellos primeros pasos nos bajaron un poco la euforia a cambio de una buena dosis de humildad, si algo nos quedó claro desde aquel preciso instante, era el compromiso que tenia la actividad a la que nos estábamos presentando por primera vez.

Cuando llegamos al Valle Blanco, abandonamos las huellas que nos precedían para esculpir las pisadas de  nuestro propio camino y destino. Durante varias horas estuvimos rodeando el macizo central, atravesando unas grietas de vértigo donde la más insondable oscuridad nos impedía ver la profundidad de la misma. Encordados a una distancia prudencial, la cual en ocasiones nos parecía insuficiente ante el tamaño de las grietas, conseguimos llegar hasta la rimaya que tendríamos que superar para llegar a lo más alto de la Arista Kuffner.

Para nosotros todos aquellos obstáculos naturales eran totalmente nuevos y apenas teníamos los conocimientos que los libros, nos habían mostrado como superar.

Nos encordamos en ensamble y con toda la maestría con la que pudimos, superamos la rimaya y empezamos a escalar por aquel empinado corredor de nieve y rocas. La nieve estaba en muy buenas condiciones y paso a paso ayudándonos con los dos piolets, fuimos ganando altura. El vacío cada vez era más desafiante y la rimaya que intuíamos bajo nuestros pies, parecía que nos fuera a devorar si cometíamos el más mínimo fallo.

Escalar en ensamble daba bastante más tensión a la escalada, dado que si alguno de los dos cometía un fallo, arrastraría inevitablemente al compañero. Con cada metro ascendido íbamos siendo más conscientes de que aquello no se trataba de un juego y que estábamos asumiendo bastantes más riesgos de lo que habíamos pronosticado.

Después de una hora de tensa escalada, conseguimos superar los cerca de 200 metros de corredor de nieve alcanzando la parte alta de la arista. Buscando la postura en la que pudiera sentirme más seguro, opté por sentarme a horcajadas sobre el filo. Con las pierdas colgando hacia el mismísimo abismo, aseguré a Javi hasta que llegó a mi posición, las vistas eran de impresionantes. Una pierna colgaba hacia la vertiente Italiana de la Brenva y otra hacia la vertiente francesa. En aquella posición permanecí inmóvil, mientras mi cuerpo intentaba recuperar lentamente un aliento perdido. Era imposible no emocionarse con las  impresionantes vistas que se abrían ante mi. A pocos metros de mi posición se encontraba el refugio-vivac de la Fourché, colgando al vacío sobre la vertiente italiana.

Aseguré a Javi hasta mi posición y una vez más, realizando pasos de funambulismo conseguíamos llegar hasta la insignificante terracita metálica que bordeaba el refugio.

Intentando no quedarnos enganchados con los crampones, bordeamos la terraza hasta llegar a la pequeña puerta de madera, sin dejar de prestar atención en todo momento a los sonidos que aquel destartalado refugio hacía al posarle el peso de nuestros cuerpos.

Empujando con fuerza aquella enorme manilla conseguimos abrir el pequeño refugio. Hacia tiempo que nadie pasaba por allí y aquel olor a madera vieja, le daba un ligero toque romántico que pese a sus apenas 4 metros cuadrados, su aspecto era bastante acogedor.

Aquel pequeño refugio era tan estrecho que apenas dejaba el espacio justo para que los dos entráramos a desencordarnos y podernos quitar el material de escalada. Conforme nos fuimos quitando el material, nuestra tensión se fue desvaneciendo y poco a poco fuimos haciendo de aquel pequeño habitáculo nuestro efímero hogar.

Desarmar las mochilas para sacar la comida y nuestros sacos de dormir, no hizo más que corroborar lo que llevábamos sospechando durante el transcurso de la jornada. El exceso de peso y material que habíamos estado cargando durante todo el día, daba explicación a la poca destreza con la que nos habíamos podido desenvolver en los pasos mas técnicos la ruta. Nuestra inexperiencia había hecho que sobrecargáramos las mochilas con mucho material extra pensando en los posibles contratiempos con los que podríamos toparnos. En lo que no habíamos caído en ningún momento era que el primer contratiempo ya lo habíamos generado nosotros al llevar todo ese peso extra e innecesario.

Allí pasamos la tarde derritiendo nieve, haciendo té y ultimando los detalles de la siguiente jornada, hasta que el sol empezó a caer y nos vimos embaucados por la magia del majestuoso lugar donde nos encontrábamos.

Salir a aquella destartalada pasarela colgada al vacío fue algo impulsivo. Los últimos rayos de sol cubrían todo el macizo de un color rojizo que te dejaba perplejo. Nos sentíamos tan privilegiados y afortunados  ante aquella interpretación de la naturaleza que irremediablemente nos rendimos ante su belleza.

Pero aquel fastuoso momento se vio mermado ante la aparición de un frente nuboso que se intuía en la lejanía. En aquel momento le restamos la importancia que merecía y cuando el espectáculo lumínico del sol cerró su telón, regresamos nuevamente al interior del refugio para cenar.

En sucesivas ocasiones fuimos asomándonos al exterior para ver el desarrollo de aquellas sospechosas nubes que poco a poco se iban acercando a nuestra posición hasta que finalmente pudimos confirmar la peor de nuestras sospechas. Las nubes comenzaron a rodear nuestro pequeño refugio y la nieve hizo acto de presencia cubriendo las huellas que horas antes habíamos esculpido sobre la arista.

Con el cansancio generado por la tensión de aquel día, nos fuimos a dormir inquietos por la incertidumbre que nos generaba la nevada que estaba cayendo.

A las 3 de la mañana la alarma del reloj marcó la hora de nuestro destino y sin mayor remisión preparamos el desayuno y nos fuimos equipando con el poco espacio con el que contábamos.

Cuando abrimos la puerta, nos sentimos abrumados ante las peores sospechas que nos habían estado invadiendo durante la noche. Un manto blanco de unos 15 cm recién caído cubría la totalidad de la ruta. Aquella nevada reciente había cubierto las zonas empedradas y a la inestabilidad del terreno, teníamos que sumarle ahora las dificultades para poder diferenciar lo que era piedra, nieve o hielo. Todo era blanco, sin apenas formas definidas, ni relieves claros.

Aquellas condiciones habrían sido más que suficientes para desestimar nuestro intento de cumbre, pero curiosamente la noche estaba totalmente despejada y la ausencia absoluta de viento nos animó a intentarlo. Quizás las condiciones de la ruta no fueran tan optimas como nos hubiera gustado, pero teníamos una mentalidad luchadora y eso nos motivaba a por lo menos intentar luchar con el honor que merecía estar en un lugar como aquel. “Nuestros héroes del pasado no creo que se hubieran amedrentado ante estas condiciones, así que nosotros tampoco lo haremos”.

El sonido de los crampones nuevamente hicieron chirriar sobre el suelo metálico de la pasarela mientras fuimos saliendo a buscar la parte más superior de la Arista. Una vez allí partí en cabeza mientras Javi dejaba los 20 metros de separación que nos distanciarían a través de la cuerda.

Los primeros pasos fueron tan precarios como arriesgados. Costaba trabajo desenvolverse con nuestras pesadas mochilas por aquel destartalado pasaje e intentar descifrar qué había bajo el fino manto blanco. El frío se hacia latente y caminar tan atentos por aquella afilada e indefinida arista no hacia más que retrasar nuestro ritmo.

Dos horas más tarde la afilada arista de piedras cubiertas dio paso a unas empinadas laderas de nieve que ascendían por la vertiente Italiana. Salir de la zona empedrada y pisar una gruesa capa de nieve hizo que nuestro ritmo mejorase considerablemente. Con un único piolet en la mano fuimos ascendiendo por la empinadas laderas mientras comenzó a amanecer.

Con los primeros rayos de sol descubrimos las huellas que habíamos ido dejando desde nuestra partida del refugio de la Fourché el cual se intuía a lo lejos.

Las vistas eran tan increíbles como el vacio que se abría paso a nuestros pies. Conforme el sol iba alcanzando altura, la temperatura fue aumentando y como consiguiente, la inestabilidad de la nieve. Las avalanchas empezaron a sucederse y pese a encontrarnos en una zona a salvo de estas, aquellos estruendos que retumbaban por todo el valle, no hacían más que aumentar la tensión en nuestras mentes.

Por aquel entonces andábamos ascendiendo una empinada ladera de la vertiente italiana de la arista dirección hacia el filo de la misma. El calor estaba haciendo bastante inestable la nieve y teníamos que esmerarnos para ir esculpiendo peldaños en la nieve para avanzar. El mango del piolet penetraba en la nieve con la facilidad con la que lo haría un cuchillo caliente sobre la mantequilla. Con esas condiciones de nieve, teníamos que salir de aquel corredor y alcanzar nuevamente la seguridad de la arista cuanto antes. La nieve nos llegaba casi por la rodilla y por mucho que golpeaba repetidas veces contra la nieve, no conseguía excavar unos peldaños lo suficientemente consistentes. Notaba como mis crampones iban resbalando por la nieve mientras luchaba por excavar el siguiente peldaño.

Miré hacia atrás para comunicar a Javi los miedos que aquella inestable zona estaban despertando en mi. A 20 metros de cuerda por debajo mía, Javi avanzaba sobre mis huellas con el mismo afán. Apenas le transmití mis pensamientos, asintió diciendo; «Tenemos que salir de aquí y llegar a la arista cuanto antes». No había terminado de decir la frase cuando el peldaño que me sujetaba el peso de mi cuerpo se desplomó repentinamente. Mi reacción fue instantánea e introduje el piolet en la nieve con toda la rapidez y fuerza que pude. Todo ocurrió en apenas un instante y escasamente un metro mas abajo conseguí detenerme contra el peldaño inferior. A la tensión del momento se le sumó el inquietante sonido de un helicóptero de rescate que a apenas 50 metros sobre mi, se detuvo durante unos instantes a estudiar mi progresión.

El miedo se apoderó de todo mi ser y me quedé bloqueado en la misma posición en la que me había detenido. Javi al verme estático sin saber nada de lo que acababa de suceder y aprovechando que el helicóptero se marchaba devolviendo el silencio al entorno, comenzó a gritarme que continuara ascendiendo. Yo tan solo acertaba a gritarle que no podía y él ante la ignorancia de lo que estaba sucediendo, siguió escalando hasta llegar a mi posición. Cuando llegó, se dio cuenta que estaba paralizado presa del miedo y se puso en cabeza hasta que la cuerda se tensó nuevamente y poco a poco fui retomando mi escalada. Con una falsa sensación de mayor seguridad al ir de segundo, fui avanzando sobre sus huellas hasta que ambos pudimos reunirnos en el filo de la arista.

Cuando conseguí llegar a terreno estable me desplome de rodillas sobre la nieve, la tensión acumulada por lo sucedido, sumada a los 4.000 metros de altitud a los que nos encontrábamos y al aumento de temperaturas, desembocó que el nudo que tenia en el estomago se deshiciera al instante esparciendo en la repisa los restos del desayuno.

Como resultado mi cuerpo tuvo un fuerte y repentino decaimiento que apunto estuvo de acabar en desvanecimiento. Javi intentó ayudarme en la medida de lo posible, pero las fuerzas me habían abandonado y tan sólo el poderme mantener en pie, se convertía en todo un esfuerzo.

Encontrarme en esa situación en un lugar de tan difícil acceso, era una complicación que agravaba con creces nuestra precaria situación, pero el tiempo perdido en las primeras horas de la jornada corría en nuestra contra y teníamos que salir de allí cuanto antes.

Deberíamos de andar por el tercio final de la ruta, pero por delante nos quedaban aun los pasos más técnicos de la misma. Javi me animó a continuar, pero yo apenas era capaz de contestarle asintiendo con la cabeza. Se ofreció a ir abriendo la ruta como primero de la cordada y aunque me resignaba a poder continuar andando ante aquella agónica situación, sabía que de una forma u otra teníamos que salir de ahí cuanto antes.

Javi comenzó a caminar por la más que afilada arista. A ambos lados de la misma se abría un vació de más de mil metros de desnivel. Cuando la cuerda se tensó comencé a intentar seguir sus huellas. Mi paso era lento y falto totalmente de destreza. Intentaba apoyarme sobre el piolet para poder ayudarme cuando repentinamente el mango del mismo se hundió hasta hacer tope con la pala. Extrañado por la facilidad con la que había penetrado, saqué el mango de la nieve ante el espanto de ver que a través del agujero que el mango había dejado, podía verse el vacío. No estábamos andando sobre una arista, sino que caminábamos sobre una fina cornisa de nieve que colgaba al vacío. Al percatarme de aquel terrorífico detalle, avisé a Javi rápidamente y ambos descendimos apresuradamente un par de metros por la vertiente italiana  con el fin de poder caminar sobre una superficie más estable.

Nuevamente volvíamos a estar expuestos a los peligros que suponía el caminar en travesía por la empinada ladera. Los pasos cada vez eran más aéreos y el vacío que se abría paso bajo el inestable suelo que había a nuestros pies, era realmente aterrador. Mi estado físico cada vez era más precario y poco a poco iba notando como disminuía la atención en las tareas que realizaba. Después de un pequeño repecho conseguimos ver a pocos metros frente a nosotros, el conocido paso de “La Androsás”, el paso más técnico y complicado de la ruta.

Frente a nosotros se alzaba un muro de 40 metros de imponente roca vertical, donde unos viejos cordinos advertían de por donde discurría el camino. Aquel solemne muro de roca me parecía indiscutiblemente imposible de ascender, mucho menos aún en las condiciones en las que me hallaba. Al verlo, directamente me desplomé, sabia que sería imposible el poder ascender por ahí incluso aunque tuviera una cuerda instalada desde la parte superior. Me sentí derrotado, mi lucha hallaba ahí su fin. Sabia que estaba perdido y que no podría salir de ahí. No paraba de mirar ladera abajo intentando descifrar alguna posible vía de escape que pudiera evitar el tener que enfrentarme contra aquel reto. Sabía que descender rapelando ladera abajo los cerca de 1.500 metros de pendiente que teníamos hasta el glaciar de la Bremva, era un autentico suicidio teniendo en cuenta el riesgo de avalanchas y las condiciones en las que se encontraba la nieve, pero cualquier opción por remota y absurda que  pudiera parecer, la consideraba más viable que el tenerme que enfrentar a aquella imponente escalada.

Sugerí a Javi el intentar rapelar al glaciar, pero como era de intuir, se negó en rotundo ante el suicidio que implicaba esta maniobra. Javi empezaba a ser consciente de lo precaria que era la situación en la que nos encontrábamos y que tendría que aumentar sus esfuerzos para, no solo salir él de allí, sino que a su vez, tendría que ayudarme a mi a conseguirlo.

Por un momento recordamos las reseñas que habíamos leído acerca de esa sección de la ruta. Varios relatos aconsejaban que si no se tenía el nivel suficiente para afrontar este paso, podrían bordearlo por el flanco izquierdo del mismo descendiendo unos 100 metros paralelos al muro de roca.

Javi recordó esta información y me dijo que abriría camino para que yo pudiera seguirle sobre sus pasos. Intenté afianzar mis pies sobre una inestable repisa de nieve mientras le iba dando metros de cuerda. Javi fue descendiendo hasta meterse entre unos bloques de piedra donde pudo dar con un terreno más sencillo con el que poder esquivar el paso de “La Androsás”.

Cuando la cuerda tensó e intuí su grito en la lejanía, comencé a descender siguiendo sus pasos. Me sentía tan aturdido y desorientado que lentamente me fui abandonando y llegué a plantearme la peor pregunta que un montañero en esas circunstancias puede llegar a plantearse: “¿Qué estoy haciendo aquí?”.

Mi situación cada vez era más critica y llegaba a plantearme que si me resbalara, podría dar fin a aquella agonía en aquel preciso instante. Llegar a pensar eso era algo muy duro, pero ni si quiera me apetecía discutir en contra de mis pensamientos, quería que todo acabase cuanto antes. Sin embargo Javi se aferraba en llevarme tan tenso de la cuerda que apenas me dejaba ultimar mi rendición.

Llegué hasta su posición, la expresión de mi cara debía de decirlo todo, pero el no paraba de darme palabras de aliento. Intentó animarme a que comiera algo, pero mi garganta estaba totalmente cerrada y tan solo beber un pequeño trago de agua, suponía todo un esfuerzo. Javi sacó de su mochila un par de ampollas de glucosa liquida e introdujo una en mi boca, me animó a que la fuera bebiéndola lentamente para intentar recuperarme mientras el abría el siguiente tramo de escalada.

Para aquel entonces, ya habíamos decidido continuar escalando a largos. En el estado en el que me encontraba era muy arriesgado encordarnos en ensamble, con lo que fuimos escalando a tramos de 50 metros que era lo máximo que daba nuestra cuerda. Cuando la cuerda se acababa, Javi montaba una reunión y me iba asegurando hasta que llegaba a su posición y así sucesivamente. Esta técnica retrasaba mucho más nuestro ritmo, pero dadas las circunstancias, era la más segura para ambos. Habíamos conseguido superar el paso de “La Androsás”, los largos de cuerda fueron transcurriendo y poco a poco fuimos ganando altura. Aquella ampolla de glucosa que en una situación normal habría podido beberla de un trago, me costó más de 15 min poderla terminar, pero poco a poco fui sintiendo su efecto en mi organismo y poco a poco noté una lenta mejoría.

Sentado nuevamente sobre el filo de la arista vi como Javi se enfrentaba a otra zona técnica. La aerografía del terreno me hacia imposible ver sus pasos. Guiado por sus gritos y cediéndole la cuerda que me iba pidiendo, fui intuyendo su progresión.

Pese a que me iba narrando a gritos la escalada que estaba realizando, yo apenas era capaz de verle. Sin embargo me alentaba ver como el avance de la cuerda iba delatando su progresión por aquel estrecho corredor.

Cuando apenas le quedaban unos poco metros de cuerda, sentí un fuerte tirón en mi arnés que hizo que me desplazara mas de un metro, el grito de Javi retumbó por ambos valles. Mi preocupación fue mayúscula al intuir la caída que Javi acababa de tener. Pese a que lentamente me estaba recuperando, aún estaba claro quien de los dos, era el miembro fuerte de la cordada y si él no era capaz de resolver los pasos de la escalada, ambos estaríamos perdidos. Grité su nombre varias veces hasta que por fin obtuve respuesta: «Estoy bien, he tenido una caída cuando estaba saliendo del corredor, pero estoy bien». Curiosamente su voz se escuchaba más de 30 metros por debajo de donde la había escuchado la última vez. Desde luego que la caída había sido bastante considerable y me aterrorizaba la idea de pensar que el pudiera sufrir algún tipo de complicación que requiriera de mi destreza para poder ayudarle.

Recogí nuevamente los metros de cuerda que había perdido con la caída y después de varios minutos sintiendo pequeños tirones, comenzó a pedirme cuerda y poco a poco fue avanzando.

Al rato Javi de un sórdido grito, me notificó que había instalado la reunión y que ya podía empezar a escalar hacia su posición. Mi estado físico estaba mejorando paulatinamente pero no quise arriesgar, así que me quité la mochila y saque el segundo piolet. Si Javi había sufrido para resolver los pasos con un solo piolet, yo no iba a alardear de una destreza que había perdido muchas horas atrás. Ya con los dos piolets, entré en aquel estrecho corredor de hielo y con los 4 puntos de apoyo fui resolviendo los pasos con una mayor confianza. Desde luego que aquel pasaje no era nada sencillo y me costaba entender como Javi había podido resolverlo con la ayuda de un solo piolet.

Cuando nos reunimos nuevamente en su posición, ambos intercambiamos opiniones y coincidimos en la preocupación que nos estaba generando el ver lo tarde que se nos hacía y que apenas en dos horas nos atraparía la oscuridad de la noche.

Teníamos que volcar nuestras últimas energías en intentar salir de ahí lo más rápido posible, antes de que entrara la noche y las temperaturas cayeran en picado. Ante la preocupación de que esto pudiera suceder y ante mi paulatina mejoría, optamos por encordarnos nuevamente en ensamble para poder movernos con mayor rapidez.

Aquellos tenues rayos solares marcaban las pocas horas que quedaban de luz. Empezamos a escalar por zonas sombrías. Esto hacía que la temperatura descendiera a pasos agigantados, la humedad de nuestros guantes se iba congelando gradualmente acartonando el tejido de los mismos y limitando el movimiento de nuestras doloridas falanges.

Con mi pequeña mejoría pude aventurarme nuevamente a ir abriendo huella. A Javi le estaba pasando factura las horas de sobresfuerzo que había realizado avanzando como primero de la cordada. Pero mi estado actual me dejaba una pequeña oportunidad de intentar devolverle aquel gran favor que me había hecho.

Con la ayuda de los dos piolets conseguí superar un resalte y ampliar mi campo de visión hacia la vertiente contraria por la que veníamos. Por fin pude vislumbrar la marcada huella que discurría por la ruta de los cuatromiles, estábamos salvados. Pese a que sabíamos que aun tardaríamos algunas horas en conseguir llegar hasta «el refugio de los Cósmicos», el poder caminar sobre una huella tan definida nos alentaba a la vez que nos facilitaría considerablemente el trabajo.

Como auténticos zombies conseguimos llegar hasta la huella. Ya no nos quedaba agua y la temperatura se empeñaba en seguir con su continuo descenso. Nos detuvimos el tiempo justo para poder sacar nuestras linternas frontales y continuamos el descenso hacia el Valle Blanco. Pese a lo cercano que estábamos, la idea de coronar la cima del Mont Blanc ni si quiera se nos pasó por la cabeza. Llevábamos 17 horas de extenuante actividad sin descanso y nuestra prioridades en aquel momento estaban claramente definidas.

Durante tres horas más anduvimos deambulando por aquella huella descendiendo entre los desafiantes seracs del Mount Tacul  que amenazaban con desplomarse a nuestro paso bajo la oscuridad de la noche.

20 horas después de nuestra partida y con las fuerzas  al limite, conseguimos llegar «al refugio de los Cósmicos».

Al abrir la puerta, las pocas personas que allí se encontraban se giraron repentinamente. Nuestros rostros desencajados expresaban el realismo de lo vivido en aquella jornada y con unas expresiones que hablaban por si solas, subimos a nuestra habitación y perecimos al abrigo de nuestros sacos de dormir.

A la mañana siguiente me desperté siendo otro. Ya no me sentía aquel joven, rebelde y presuntuoso. De alguna forma algo había cambiado radicalmente en mi. Me sentía bastante más humilde y maduro y en parte algo avergonzado.

Aquella primera experiencia vivida en los Alpes fue una lección de la que pudimos aprender muchísimo. Una  experiencia que desde aquel día condicionaría mi manera de ver las montañas y aunque nunca perdería mi pasión por las ellas, si que cambiaría mi manera de focalizarla ¿enfocarla?. Aquella arista había delimitado algo más que una frontera terrenal, y pese que finalmente conseguimos caminar por la vertiente correcta, muy cerca anduvimos de pagarlo con el más alto de los precios.

Lo peor que pude aprender de aquella experiencia, fue el dar todo por perdido y llegar a dudar si serviría de algo seguir luchando, dejándome abrazar por la derrota.

Sin embargo por el contrario aprendí a magnificar las pequeñas y remotas posibilidades de victoria, a que por muy bajo que sea el porcentaje de logro, hay que luchar al menos por intentarlo y que cuando crees en algo ciegamente, por oscuro y difícil que se pueda poner todo a tu alrededor hay que luchar hasta el último de los alientos para conseguirlo. Aunque no tengas a nadie que pueda ayudarte, aunque te sientas solo en tu lucha, aunque sea prácticamente imposible lograrlo, nunca dejes de luchar por lo que realmente crees y en la mayor de la ocasiones, te sorprenderás de hasta donde eres capaz de llegar y cuan atrás dejaste lo que tú pensabas que eran tus límites.

Aquella lección de vida que aprendí de mi primera experiencia vivida en los Alpes, la extrapolé al resto de mi vida. Una vida que continuamente se haya entre el filo de la una arista luchando hasta el último aliento por caminar por la vertiente correcta.

Autor: Pablo Martín García

Deja un comentario